
Nagi se sintió culpable por haberse comido ese dulce. La tarde se extinguía y no dejaba de esquivar aquella incomodidad, que solo ponía a reposar cada vez que recordaba lo tonto que era aquel pesar infantil. Geriau no se enteraría, los 10.100 kilómetros de distancia le permitirían guardar el secreto con facilidad. Solo le hacía falta olvidarse del azúcar deshaciéndose en su lengua, del nevado en los labios que se lamió con desespero, los segundos que cerró los ojos y no pensó en Geriau.
Cada vez eran más largos los espacios en los que no lo recordaba. En definitiva no se trataba del suspiro sino del aire que empezaba a respirar con naturalidad en esas calles cada vez más familiares y al mismo tiempo emocionantes. El pecado no era aquel desliz horneado en quince minutos, era el sinsabor de aquella adaptación demasiado rápida para explicar al supuesto amor de la vida. La justificación desapercibida para posponer la llamada diaria, luego interdiaria, pronto semanal. Nagi suspira.
Qué es una merienda en la soledad, una pausa clandestina suficientemente inocente como para no ameritar confesión. Traga grueso y suda frío recordando el sabor, se sorprende cerrando los ojos y fantaseando con un nuevo roce. Se toca el cuello y ya no puede detenerse, su mano danza por su cuerpo redescubierto, navegando sus olas de calor en noviembre. Ya no le preocupa Geriau, sus dedos pasan página en su vientre. Gira la cabeza y se retuerce, la vida pasa entera por la ventana, es lo que es.
El teléfono suena, ella no se detiene, aquel sonido se convierte en música, sigue bailando en su piel el aire seco y blanco. Todo va y viene, piensa. Toda ella se agita, de arriba a abajo, de adelante hacia atrás, en vueltas y temblores, en una turbulencia inocente, solitaria. Es primera vez desde su llegada que se siente en control, dueña de aquel espacio vivo que empieza a extenderse por toda la habitación y que no podrá mantener cautivo por mucho más tiempo. Su respiración le hace coro a los intentos incesantes de comunicación por fibra óptica, sonríe y se muerde el labio. Suspira de nuevo, tres veces seguidas, cada vez más febril. El teléfono se apaga, ella escapa, cierra los ojos y se entrega a la ausencia danzante. Este es el baile de Nagi, parece peligroso pero es de ella y por eso se arriesga.
Ya no importa el ritmo, apenas se escucha a sí misma, solo siente un regreso y una despedida. Continúa moviéndose, parece que excava con la intención de desterrar algo. No se detiene a pesar de su respiración entrecortada, es un recorrido por sus límites desdibujados entre las sábanas, un desahogo delirante y liberador. El último suspiro es contundente, se deshace en certezas y entiende que nada volverá a ser lo que era. Ni con Gerau, ni con ella.
Abre los ojos y mira fijamente la ventana, al compás de la danza que continúa en su pecho. Le provoca algo de comer, algo dulce y silencioso. Algo como aquella noche, como una travesura de niña a la que le asusta y le emociona la posibilidad de ser descubierta. Es lo que es, es lo que ella es.