
Es hora pico en el metro de Medellín. Intercambiamos risas nerviosas mientras el vagón se va llenando a empujones y se acerca nuestra estación destino. En la otra puerta un grupo joven hace chistes, ríen fuerte, parece que hacen un performance para todos los que vamos en el tren. No alcanzo a verlos pero los escucho cerca.
Nos bajaremos en la próxima estación y nos invade el miedo a quedar atrapados entre cuerpos igual de temerosos. Logramos salir, sonreímos triunfantes, la tarde está bonita, aliviada, húmeda. Paro en el primer puesto de libros que veo, converso con un librero sobre la escritora que tengo en las manos. Compro el libro, me gusta caminar mientras lo llevo entre un brazo y el pecho.
Entramos al museo, en la postal de la exhibición que se inaugura ese mismo día veo a un santo de mi país. La foto de un doctor que murió atropellado y al que le adjudican milagros. Caminar entre obras de arte es como leer varios libros a la vez, mirar cuerpos semidesnudos en la playa, un menú con hambre, un mapa en la carretera.
Una obra de hilos de leche me arrincona, recorro la esquina dando pasos cortos, algo me conmueve, me resulta familiar. No sé qué es, me voy. Hay arte comestible, obras que no son, intentos de ideas, el antes y el después de alguna intención. Una extraña sensación de estar en casa, rodeada de desconocidos que parecen estar buscando algo que yo también.
No lo pienso mucho, sigo caminando deseando que la sensación se quede conmigo. Salimos del museo y la noche está fresca. La plazoleta se mueve, se escucha, se huele. Chocamos las botellas de vino, proyectan una película a cielo abierto. Vuelvo a conmoverme, una canción suena a mi casa, miro a N con asombro y compartimos el regalo. Brindamos de nuevo y empieza a llover poquito, suave, apenas. Nos sentamos bajo un árbol, reímos y compartimos pensamientos aleatorios.
Deja de llover y nos mudamos, seguimos riendo, le pido que me grabe siendo lo que soy desde hace 11 años aunque no lo practique a diario. Lo hago, triunfante, satisfecha, contenta. Las botellas se vacían, tenemos una cada uno, N me dice que el vino lo pone poético y suelto una carcajada.
Le quito el envoltorio al libro nuevo, lo abro en una página al azar y le doy un mensaje del universo de las letras. Hablan de Europa. Él hace lo propio, el mensaje es salado y lo tomo con seriedad, lo reconozco como la invitación a volver al mar. Una parte de mí siente que está allí, en una playa que es punto de partida y de llegada. Siento que nunca he estado realmente sola, me abrazo a la idea de una vida repleta, inmensa en sus límites sin importancia. Esto es la vida, pienso. Y la disfruto antes que se me olvide.