
Observas el recuerdo, disfrutas de esa evocación y al mismo tiempo te regodeas de la incomodidad triste que te invade. Te preguntas por el valor o la utilidad de la nostalgia, de la inspiración que te lleva a escribir historias de lo pasado.
La pérdida tiene esas formas de minimizar lo que tienes a la vista. Te distrae hurgar en las memorias físicas e invisibles, revisar la galería de recuerdos, tratando de revivir lo que tu mente filtra. Porque sí, hubo incomodidad, descontento e inconformidad, pero eso no permea en tus pensamientos de hoy.
Hoy se trata de extrañar y se extraña lo bello, lo ideal, lo cómodo. Te propones hacer pausas para pensar por un instante en lo que te trajo aquí, sus piedras en el camino, las irregularidades y tropiezos.
Te reconforta por un instante la sensación de control, de decisión tomada, de opción correcta. Pero te dura poco porque la duda siempre encuentra su lugar.
Se instala entre las pausas de trabajo, mientras se cuela el café y se hace la lectura. Cae la noche y con ella la esperanza del sueño que sea pausa, pero la previa es un ritual de anestesia, de tapar. ¿Tapar qué exactamente?
Quizá la certeza muy dentro de que se ha tomado la decisión que se debía. Has dado un paso valiente, doloroso pero con valor al fin. A veces el consuelo tiene forma de derrota, de duelo. Porque hay que sentirlo todo, hay que vivirlo y atravesarlo.
Una parte de ti sigue buscando coincidir, la excusa de un encuentro que abrace ese recuerdo y lo mantenga atemperado. Porque siempre has asociado el frío con algo entristecido y distante, sabiendo que esa distancia puede ser hermosa a su manera porque guarda algo que no se marchita, algo que se transforma en otra cosa.
Ahí es donde vives, en el espacio donde nada es definitivo pero al mismo tiempo es lo único constante, lo que de hecho está pasando aunque mañana no sepas.