Quién diría que me enamoraría de una ciudad tan lejos del mar. Nací en una orilla llena de azules, luego me mudé a una orilla verde que guardaba azules detrás de una montaña. Y luego vine aquí, donde me tuve que inventar una isla.
Hace tres años me mudé a esta orilla y me enamoré. No sé si fue amor a primera vista o, a primera necesidad. Me lo diseñé todo: las caminatas de conquista a las esquinas, la adaptación de rutinas y de palabras, la sonrisa incluso los días que no entendía qué hacía aquí.
Tenía que crear, no solo el reemplazo del mar, sino de la vida en mis orillas pasadas. Algo me decía que esta ciudad y yo estábamos hechas la una para la otra. Y me lo creí. Y me enamoré de su clima inestable, de sus cambios de humor, de su contaminación y sus cielos azules, del verde verdísimo y de cada ladrillo apilado, de los atardeceres en el balcón, de su tráfico y las soledades que me regaló. De su música y sus silencios, de sus miradas y tropiezos.
Estos tres años la he amado y la he mirado con rabia. Algo de mí cambió y no sé si fue por ella, pero es también mi excusa perfecta. Es el paisaje testigo y la prueba viva: de lo que se fue, de lo que quedó y lo que llegó.
Aunque no tenga mar, aunque tenga que inventar tanto, aunque a veces sienta que soy una extraña y que no durará para siempre. ¿Pero qué es eterno? Quizá la sospecha de que amar es estar, no en un lugar sino conmigo.
SOFICCIONAL 