
Lo intenté. Cambiando de perspectiva, con fe ciega y sacrificando lo que había prometido que no.
Lo intenté como los niños que solo piensan en ese sueño, que no se preocupan, que solo desean.
Lo intenté como los tercos insufribles, empeñada en manipular la realidad con mis pensamientos.
Obsesionada con la idea y no con la verdad, como una adicta.
Lo hice con miedo y sin él, segura y con todas las dudas también.
Me leí los mensajes que pude para contrarrestar el impulso, las frases prefabricadas y las más elaboradas.
Repasé todo el dolor que aún se siente y el casi olvidado.
Traté de convencerme y por ratos lo logré. Sabía que sería la repetición del domingo.
Y aun así lo intenté.
Sabía que ni toda la fe, ni todo el amor, cambia lo que somos.
Que somos y ya, aunque no queramos, aunque queramos cambiar, aunque lo intentemos.
A veces, simplemente no cambia nada.
Y no es la primera vez, lo he intentado antes y me sorprende cómo soy más creativa para inventar una forma nueva de hacerlo.
Una excusa horneada en instantes, un razonamiento complaciente y sin sentido. Que me creo completo.
Lo intento y lo intento y lo intento y lo intento.
Y me pregunto cuándo se acaba la fe ciega, cuánto se puede sacrificar, si puedo ser terca toda la vida por las mismas razones, si no se aprende nada en el camino, si mi mente seguirá inventando excusas incansablemente, si seguirá importándome más tu mano tocándome que tu mirada desviándose indiferente.
Me da miedo intentarlo por siempre, aunque ya no quede nada con qué hacerlo.
Aunque ya no haya una razón para seguir intentando.
Porque somos lo que somos y nada da más miedo que eso.