
A mi lado un hombre habla en otra lengua, la música también es extranjera y de cierto modo yo lo soy al tiempo que no. Me siento conquistando la tierra aunque hace varias primaveras y desamores que vivo aquí. El lugar en el que nací existe en mi memoria, el pedazo de mapa también está, pero todo lo demás se perdió.
Ahora estoy aquí, soy más local que el hombre a mi lado, pero menos que quien atiende mi mesa. Me he enamorado de ella como antes me enamoré de allá. Es un amor diferente, no por la diferencia de latitudes, sino porque todos lo son dependiendo del tiempo y no del espacio.
Miramos a través de los cristales que tenemos a la mano, vamos coleccionándolos pero también vamos perdiéndolos. Podemos sentirnos extraviados al encontrar uno nuevo y sentirnos como en casa cuando dejamos alguno atrás.
Van convirtiéndose en parte de nosotros hasta que no podemos diferenciar entre ellos y nuestros dedos. Lo tocan todo, a veces sin querer. Me enamoré de ella, luego de él o quizás de los dos al mismo tiempo. Por mucho tiempo pensé que estaban atados uno al otro, que yo los había condenado y me había condenado a mí.
Que ya no podía separarlos, como los cristales. Que ya no podría amarla a ella sin sentir el peso de él en nuestras espaldas, sin que él se metiera entre nuestras calles y mirara desde cada esquina. Su presencia era un fantasma que no podía ver, un malestar que no podía explicar, que no quería pronunciar hasta hoy.
No sé si perdí o encontré un nuevo cristal, pasará un tiempo hasta que lo sepa. Pero a ellos los desaté, por eso hoy me siento menos extranjera, porque el espacio que él ocupaba ahora es mío, lo conquisté. Lo trepé, bailé en la cima, lo contemplé y me gustó más la vista que había al otro lado, era un sendero.
Me di cuenta que llevaba rato caminándolo, que me había llevado hasta ahí y que ahora me alejaba. Al final fue el tiempo el que me mostró el espacio y ese espacio valió todo el tiempo.