
Daniela le dijo una vez en noveno del colegio: por qué no te pintas un bosque y te pierdes. No era nada original pero sí muy cruel, a pesar de su superficialidad. Le hubiese gustado tener en ese momento el conocimiento y la actitud que tenía ahora, no era una experta en nada y lo sabía, pero hubiese mirado con otros ojos aquel insulto y a lo mejor habría empezado a construir un mundo propio en el que perderse de los espejismos y trampas de los demás.
Ahora solo podía pensar en un espacio seguro, uno que le fuera propio; que hoy ya sería una fortaleza, una certeza. No había llorado, no había sido tan jodido estar con ella misma aquella mañana. Pero sería tan sencillo si supiera cómo replicar ese sentimiento o al menos predecir los días que se sentiría tan vulnerable que cualquier punto en su mirada se convertiría en uno ciego, lleno de sabotajes.
Se conformaba con abrir los ojos y ver azul en la ventana. Con colar el café, con recibir sol en el rostro, poner agua a las plantas, tener un mensaje de mamá, caminar hasta el balcón, ver las fotos en la pared y recordar la última vez en el mar.
Hoy estaba encerrada con ella misma, con sus incertidumbres, inseguridades y fantasmas. Viendo el celular y soltándolo a los segundos, nadie la obliga a leer los cientos de mensajes acumulados, pero siente la obligación de revisarlos, de apagar el circulito verde. Ya basta.
La poesía le llenó las notificaciones, tuvo un descanso escuchando sonetos recitados por mujeres al otro lado del mundo y luego se cansó de nuevo. Es que hay días que ni todos los poemas de la historia pueden con las dudas de uno mismo.
Comer algo rico, tomar algo frío cuando hace calor, poner la canción que cantó tantas veces frente al espejo y saber que no es el fin del mundo; y que si lo es, no estaría tan mal.