Aislada

Cuento sobre la ansiedad

Una madrugada se despertó y no volvió a dormir igual. Los sonidos de la noche se mezclaron con gritos ahogados, sentía que las sombras desdibujadas entre la pared y el piso la llamaban con presagios. Tomó un sorbo de agua del vaso en la mesita de noche, ignorando que quizá un mosquito habría caído fatalmente en ese estanque. 

Dio vueltas en la cama, acomodando las almohadas y volteándolas para sentir la tela fría en el cuerpo. Recordó en ese momento a Clara hablándole de mantener las buenas energías y empezó a preguntarse qué significaría eso de “vibrar alto”. Sin razón aparente imaginó a viejos amores que la miraban de reojo tarareando la canción del día anterior, en bucle. 

No le gustó cómo se sintió aquella imagen. Sintió calor y una piquiña en las piernas, volteó las almohadas que ya se habían calentado de nuevo. Se sentía de repente juzgada por unas sombras que parecían reírse de haber sido invocadas, con la superioridad propia de los que se saben deseados. Las 3 de la mañana no es la hora del demonio, es la de los arrepentimientos y reproches. Mal momento para ponerse existencial. 

Recordó el meme del muñequito que despierta pensando en la camiseta que tiene semanas sin ver. Qué tontería no poder dormir por vainas que ya no vienen al caso, es como querer que alguien cambie de parecer con una mirada “fuerte”, en vez de decirle en la cara lo que pensamos, total, no sabemos si van a cambiar, pero es mejor que quedarse con la duda.

De repente pensó en todas las conversaciones inconclusas, en las cosas que quiso decir pero se guardó, en las cartas que nunca envió, en los argumentos que se convirtieron en monólogos recitados los miércoles antes de cenar, en los “quizás” acumulados por años. 

Quedarse con las ganas es peor que un enfrentamiento porque es una discusión eterna contigo, que puede reanudarse en cualquier momento, incluso un martes a las 2 de la tarde o peor, en una madrugada de insomnio. No siempre es sobre las cosas que no dijiste o hiciste, sino también sobre las que de hecho ocurrieron.

La puerta entreabierta de la habitación dejaba ver el sofá de la sala, sentía que alguien sentado en él miraba. Sentirse observado es terrible, no por el hecho de que alguien indeseado esté concentrando su atención en ti, sino porque muchas veces no puedes diferenciar entre esa sensación y la realidad. 

Decidió intentar dormirse de nuevo, cerrar los ojos y contar ovejas. La canción en bucle interrumpía por momentos la cuenta, pero sentía cómo su mente se iba entregando. Por momentos caía en un limbo, ese en el que empiezas a soñar pero una parte de ti sigue despierta, debatiendo si ir al baño o seguir enfrentando a una ola gigante que te arrolla una y otra vez. 

Era el momento de afrontar la realidad, había caído en un círculo y era hora de decidir. Antes de empezar sabía que tendría la rutina de culparse por todo, después culparía a los demás y luego ya ni sabría de quién es la culpa. Y qué importa. 

Le sigue pareciendo desconcertante la cantidad de veces que esto puede pasar y seguir cayendo en las mismas rendijas, como si no se supiera ya de memoria cada zurco en la madera de ese suelo áspero. Como si no conociera ya la respuesta a cada cuestionamiento estéril y aburrido. 

El piso se vuelve lava, la cama empieza a sentirse cada vez más caliente, el hormigueo en las piernas empieza a subir por la espalda rápidamente hasta que se detiene en el cuello. En este punto ya no importan los sonidos de la noche, las almohadas recalentadas, la canción repetida, los quizás en la parte de atrás de la lengua, ni el hombre sentado en el sofá mirando con desdén. 

La tortura termina con un sudor frío que le recuerda cómo termina el recital semanal, como si una parte de su alma le mandara la señal de salida para bajar el telón. Ya había pasado igual ese lunes, pero esta vez se había adelantado la función por un aislamiento que por primera vez en mucho tiempo no era autoimpuesto. 

En tiempos de soledad es cuando más se desea el aplauso, aunque sea bien sabido que es ese ruido el que no deja escuchar lo que sin saber se estamos buscando.

Autor: Sofía Elena Álvarez

Creadora. Alma Caribe. Periodista

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